Hegemonía entre paréntesis

Por Andrés Mattar.

Los lugares suponen algún registro de la memoria, y por tanto algún sitio donde ubicarlos, desde dónde convocar las evocaciones. Sin más, queda implícita una cierta topología, un sistema de relaciones posible, que habilita una historia, desde algún relato. Toda hegemonía, cuando toma lugar, asume en su topología algún grado de centralidad, haciéndose punto de apoyo, campo de referencia, normalizando, imperando.

Cabe preguntarse ¿en el contexto de nuestra cultura (que ha venido ocupando esa centralidad) en torno a qué es atraído el poder de lo hegemónico? En definitiva, ¿Qué se nos presenta como lo normal, lo difícil de ser cuestionado, o puesto en duda?

Podríamos ponernos de acuerdo que la palabra, el verbo, el discurso y, tras sus pasos, la razón, se nos presenta ocupando las dotes de ese transitar hegemónico en nuestra época. Llama la atención, como sucede con todo lo normalizado, que la palabra resuena como instrumento indiscutible en su potencia de construcción social y personal, amparada en una aceptación generalizada que trasciende incluso toda ideología, toda forma de pensamiento. Aquí la racionalidad anima a no poner en tela de juicio el valor de la palabra, a sostener su andamiaje, su estructura. De modo imperativo, alude a una confluencia que nombra para comprender, como si la comprensión se remitiera sólo a límites del dominio de la razón. Pero, sólo como pregunta, ¿Existe algún aprendizaje, alguna comprensión, que informe del mundo más allá del imperio de la palabra, más allá de toda capacidad de racionalidad hermenéutica? ¿Es el raciocinio la única e indiscutida fuente del lenguaje?

Resulta fácil detenerse en la fuerza del sentido común, que nos señala el camino hacia aceptar esta racionalidad productora de lenguaje como una verdad consensuada, y asumir aquello de que “no existe nada por fuera del relato”, en tanto todo relato admite el pensamiento como su única y exclusiva fuente donde, en todo caso, lo que importa es de qué tipo de relato se trate, y no tanto desde donde se origina.

Sin embargo, hoy cabe la pregunta.

Cabe porque se han movido las estructuras, y nos han dejado desnudos, vulnerables, predispuestas a corrernos de respuestas normalizadas. ¿Y si lo verdaderamente hegemónico no era un discurso determinado tan solo, sino el lugar que ocupa el discurso en sí mismo en la construcción ontológica y cultural? ¿Y si la caverna siempre estuvo oculta detrás de la racionalidad del discurso, de la palabra?

Sabemos que la palabra ha sido el canal de socialización más eficiente, que habilitó todas las virtudes que se descuenta seríamos capaces de enunciar en torno a ella, y que, por otro lado, nos ha traído hasta aquí en el devenir de una historia. Descontemos también el inmenso aporte que realizó al ser humano (no existe pretensión de desacreditar el valor que la palabra y la razón tuvieron para la construcción de lo humano, sin más, este discurso se apoya en la palabra para enunciarse, constituyendo también un relato con mayor o menor coherencia racional).

La pregunta se orienta a revisar el sentido hegemónico que tiene la fuente que lo origina. Se pregunta por la centralidad que ha ocupado la palabra en nuestra construcción cultural, por su omnipresencia, y sobre todo porque nos resulta de lo más “normal” acceder al mundo desde ella, a través de la razón.

Probablemente no tenga nada de original esta pregunta, y no pretende serlo, y además existirá un sin números de reflexiones que arrojen sus piedras contra ella en defensa de la palabra (y hasta asumo que podría arrojar yo mismo algunas de ellas), pero hoy existe la oportunidad de cuestionar no la palabra en sí, sino el lugar que ocupa: ¿Qué nivel de sociabilización es posible por fuera de una palabra que emana de la razón?, o peor aún ¿Es posible algún grado de sociabilidad por fuera de todo relato?, o también, porque no, ¿La experiencia de lo humano, es susceptible de ser circunscripta a los límites del lenguaje y su racionalidad?

Sería difícil de negar que la racionalidad, en vía de la palabra, ha trazado un sendero que, si lo desandamos, nos permite reconstruir la huella de camino hacia lo individual. El pensamiento, en sus manifestaciones, pareciera surgir del Ser, aun cuando podamos advertir que ese surgir provenga de una fuente colectiva en el reconocimiento de todas sus influencias (las que somos capaces de identificar y las que no somos capaces de identificar también). Por tanto, existe o al menos así llega a nuestros sentidos, un algo personal, que se juega en dicho ejercicio de pensamiento. El sentido de individualismo que hoy nos estalla en la mano ¿tendrá su origen en nuestra capacidad de autopercibirnos como una individualidad separada, escindida de otras individualidades, como fuente de pensamientos, con capacidad de conceptualizar, y por tanto con identidad propia?

Es común la expresión “Estuve pensando…” o “Yo pienso…”, e incluso en el “estuvimos pensando”. Esa pluralidad, se asume como la conjunción de ciertas formas personales de pensar, que están siempre en pugna, y que se atan a un ejercicio de poder, a veces más conscientemente que otras, pero que nunca deja de estar presente. En definitiva, cuando se busca la raíz del pensamiento pareciera que siempre anida en lo individual, y desde allí su proclama por la libertad de pensamiento, por la necesidad de poder decirse a sí mismo con una autonomía que pareciera ser innegable. La palabra ocupa el lugar de la propia identidad, con todos los rasgos culturales que eso implica, desde las condiciones que imponen las mismas formas del lenguaje, hasta la necesidad de poder decir con voz propia, lo que somos capaces de pensar. De ningún modo se pretende cuestionar aquí el sentido e inmenso valor de esa autonomía, sólo se busca poner en cuestión, repito, la impronta que adquiere la palabra como emergente de la racionalidad, en nuestra construcción ontológica. 

Ahora bien, ¿existe, como posible, un Ser que se edifique por fuera de una topología que ponga como centralidad al lenguaje?

Huyamos por un momento del sentido común, de lo aprendido, de lo conocido. Nos detengamos en la pregunta, más que en las respuestas. El lenguaje es, ante todo, lo normalizado por excelencia, el último refugio, hasta ahora infranqueable, de toda normalización. Pensemos sino en la desobediencia a la sintaxis, y veremos como el lenguaje deja caer todo su peso sobre nosotros, se hace inteligible y pierde su capacidad socializadora, y por tanto su poder en la construcción cultural.  

Si la pregunta es por la normalidad, habría que cavar en la raíz del lenguaje en su estructura racional y lógica como hecho normalizante. Allí, la palabra, la voz, el decir, asumen la cumbre de lo que resulta indiscutible, por hegemónico. Importa, en este contexto, quién dice, o quién puede decir mejor en términos de sus capacidades argumentativas, o simplemente quién puede ejercer su voz, lo que por otro lado alude a una disposición de cierta eficacia mental, de destrezas racionales, de condiciones bien heterogéneas de acceso al conocimiento y, fundamentalmente, a estructuras de poder.

El obrar, por lo general, pone la voluntad detrás de esa racionalidad, con la lógica como instrumento práctico que permite orientar las decisiones. Ahora bien, desde aquí resulta mucho más confiable el modo de conocer de un médico que el de la curandera o el chamán porque existe una regulación de las prácticas que, conducidas desde la lógica, “garantizan” mayores “certezas”, máxime donde lo que está en juego es algo tan delicado como la supervivencia. Se recurre aquí al ejemplo del médico porque permite poner sobre la mesa lo que quizás esconda el excesivo rol central que se la ha dado a la razón (fundamentalmente en la cultura contemporánea de occidente) en la lucha por la subsistencia y en la disputa del poder.

¿Será que la fuerza de la palabra, el concepto y la racionalidad encuentra su mayor capacidad de subsistencia en el miedo a la muerte? ¿O quizás, porque no, en la idea de muerte que hemos construido? ¿Será el lenguaje el instrumento con el que hemos decidido enfrentar, o evadir (según desde donde se lo mire) la muerte en sus múltiples facetas? Aceptemos, tan sólo como un juego y con cierta liviandad, esta prerrogativa. Asumamos por un momento que el leguaje ha operado hasta aquí, entre otras cosas, como una suerte de antídoto o, si se quiere, como un placebo para la perplejidad que genera la muerte y todo lo que acontece inexplicable o misterioso.

Detrás de esa idea aceptemos, también, que la lucha por la supervivencia nos ha depositado en la tensión del egoísmo como el emergente más cristalino del individualismo: ¿Qué sucedería si desconfiamos del lenguaje, en su lugar hegemónico? ¿Existe en el corrimiento del lenguaje de la centralidad que hoy ocupa en la construcción cultural, alguna alternativa posible hacia una vida más empática, más colectiva, más anímica y menos racional? Cuando se dice aquí menos racional no se alude a una irracionalidad, sino una racionalidad marginal, donde el lenguaje opere como uno de los tantos modos de acceder el mundo, de conocer, pero no como el principal, y mucho menos como el único.

¿Cuántos otros modos de conocer por afuera del lenguaje, seríamos capaces de abrazar si en lugar de procurar evadirnos de la muerte, la integráramos a la vida? ¿Será el lenguaje la fuente de la construcción del egoísmo, y por tanto de una sociedad que tiende al individualismo, como solución y respuesta hegemónica? ¿Y si la razón hubiese encontrado sus límites y lo que reclama este momento de la humanidad son nuevas y renovadas fuentes de alimentación y nutriente? La puja por el poder emana de la racionalidad: ¿Egoísmo y altruismo emanan de la razón también, o son alcanzados con posterioridad por la razón, y sus fuerzas proviene de un lugar diferente?

No considero que sean tiempos de respuestas, sino más bien de preguntas abiertas a la escucha de una voz que no habla con palabras. Lo cierto es que algo pareciera haberse agotado detrás del dominio hegemónico de la razón y su instrumento el lenguaje y que se hace urgente nuevas formas de acceso al mundo, más próximas a apreciaciones colectivas que se anuden en algo distinto del reconocimiento del Ser como divisa, que se configura en una unidad en sí misma, desintegrada del resto, porque justamente lo otro aparece como lo que resta, lo que queda por fuera, lo que es distinto a uno mismo.

¿Y si se tratara ya no de un pensar desde el Ser, sino desde un cuerpo que excede lo individual, donde ese cuerpo se canaliza? Y si no pensáramos, sino que simplemente el pensamiento se expresara en nosotros ¿el lenguaje, seguiría siendo lo que es hoy? ¿Y si el lenguaje fuera una de tantas expresiones de lo mismo, que no anida en las fuerzas mentales solamente, sino que además proviene de otras fuerzas? ¿Y si descubriéramos que algunas de esas otras formas de manifestación, tuviera una potencia comunicativa, socializante mucho mayor a la razón como fundamento del lenguaje? ¿Sería el origen de un mundo más próximo a lo comunitario, menos individualista, ya no por descrédito de la razón, sino por corrimiento del lugar preponderante que esta ocupa en nuestra construcción ontológica y cultural?

Todas preguntas, que depositan su desconfianza en la ciega aceptación de la razón, la palabra y el lenguaje, como únicos instrumentos del conocimiento, como inmanencias hegemónicas, al tiempo que dejan entreabierta la puerta a una dispersión de sentido, que pudiera hurgar en nuevas fuerzas de construcción cultural, más próximas a una vida colectiva y empática. Que este tiempo nos permita construirnos entre paréntesis y encomillados, vulnerados por las certezas caídas del cielo de nuestra cultura. 

San Juan, 16 de Abril de 2020

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