Habitar después de la cuarentena

Por Alejandro Auat.

La pandemia-cuarentena nos metió de lleno en experiencias aún no elaboradas del todo. La experiencia del encierro inicial generó sensaciones diversas, entre las que se destaca quizás la recuperación de la naturaleza: las calles vacías y la detención de los movimientos urbanos dejó espacio para un trinar de pájaros que no habíamos escuchado así antes, entre otros fenómenos. En realidad, todos los sonidos fueron más fuertes y significativos en el silencio.

También, las persianas bajas de los comercios, más allá del drama de quienes viven de ellos, puso al descubierto la superfluidad de nuestros consumos. Podemos seguir viviendo sin la ansiedad de la compra.

La otra experiencia fuerte, y que aún perdura, es la de la claridad con la que se desvelan las actitudes egoístas o solidarias, temerosas o confiadas, negacionistas o responsables. De ciudadanos y de gobiernos.

Todas las relaciones están conmovidas.

Nos pesa no tocar a los seres queridos. Ni besos ni abrazos ni apretones de manos. La corporeidad limitada o prohibida cuesta y duele. 

El aislamiento social preventivo y obligatorio es sobre todo un distanciamiento. Seguimos relacionados pero poniendo un espacio entre nosotros. La proxemia ha sido modificada.

Aunque también estamos extrañamente cerca de amigos o familiares que, en Bogotá, Madrid, Talavera o Larrabetxu, experimentan exactamente lo mismo que nosotros: inesperada forma de la globalización.

¿Cómo seguiremos viviendo después de estas experiencias? ¿Cómo habitaremos nuestros mundos? ¿Cómo serán nuestras relaciones? ¿Se modificará nuestra percepción del espacio, físico y social?

Casi en simultáneo, diversos colectivos se plantean pensar la situación. Y producen textos interesantes. Los leemos a todos, algunos dicen más, la mayoría reafirma convicciones previas. Escribir sensaciones, imaginar futuros. ¿Servirá para algo? ¿Sacaremos algo en limpio de esta objetivación de las experiencias en “cuarentena”?

Quizás que no haya reflexión importante que se pueda hacer sin arraigarla en experiencias. Y las experiencias no están ahí, dadas. Hay que ponerle palabras, narrarlas, encontrarles o darles un hilo, una trama.

Y éste es el hilo: la experiencia del aislamiento es la del distanciamiento. ¿Cómo no pensar en el espacio al experimentar el distanciamiento? ¿Cómo no pensar que el espacio físico y corporal que interponemos con los otros no pasará sin dejar consecuencias en nuestra alma (psique, personalidad, vida, self, etc.)?

Distanciamiento es distancia producida ex profeso. No es una distancia “natural”, como si ya estuviera dada. Es la distancia que establecemos con nuestras convenciones. Y el distanciamiento choca precisamente con nuestros hábitos culturales: siempre me llamó la atención la forma en que los anglosajones ponen distancia entre ellos, no se tocan; por el contrario, a nosotros, “latinos” en general, nos resultó siempre más fácil incluir el tacto en los modos de relación: es habitual una palmada, un abrazo, un beso, además del formal estrecharse de las manos. Todo eso cambiará. Y seguramente cambiará nuestra percepción del otro.

El sentido de la distancia es la vista, mientras que la proximidad privilegia el oído, el tacto, el olfato, el gusto. Algunos, filósofos como Dussel, hicieron sus distinciones más importantes a partir del sentido que privilegia una forma de pensar u otra. Así, los indoeuropeos –según Dussel, con los griegos como paradigma– habrían asentado su percepción del mundo en el sentido de la vista y la contemplación, theorein, quizás porque la belleza del mediterraneo desde la península helénica se ofrecía gratuitamente a los ojos de sus habitantes; a diferencia de los desiertos de la península arábiga, en la que los pueblos semitas tenían que cerrar los ojos por las tormentas de arena y donde además no había nada para ver, y por el contrario, aguzar el oído para reconocer la voz de un otro podía ser la diferencia entre salvarse o perderse.

Alguna vez tomé esta diferencia para aventurar alguna hipótesis esquemática sobre la diferencia entre la poesía folklórica santiagueña y la de otras provincias del NOA. Nuestro paisaje es achaparrado, marrón, sin relieves que se destaquen –como el desierto–, por lo que el alma se ve impulsada a buscar la belleza en el interior de uno mismo o en la voz del otro, y por eso nuestras zambas y chacareras no le cantan al paisaje (como en Catamarca, Tucumán, Salta o Jujuy), sino que “añora” un pago, un hogar, hecho de manos que hacen pan o de amigos que invitan a entrar “sin golpear”.

El esquematismo de esta hipótesis aventurada resulta matizado por la observación de Canal Feijóo sobre nuestro paisaje y el uso del sentido de la vista: dice el polígrafo santiagueño que, a diferencia de la pampa o la montaña que requieren de la toma de distancia para verlas mejor, el monte santiagueño pide inmersión, meternos en él, porque es un paisaje de detalles. Se trata de otro uso de la vista, no de otro sentido. Como si la contemplación que pudiera surgir de allí no pudiera ser más que comprometida.

Lo cierto es que la estructuración de nuestro espacio está íntimamente imbricada con nuestros sentidos. A los que tenemos muy poco en cuenta cuando reflexionamos, como si el pensamiento fuera indiferente a ellos. Separado. Sin espacio y sin sentidos que incidan en él. Herencia cartesiana de la Modernidad occidental.

Lo del pensamiento separado fue una tesis sostenida largamente en la tradición de la hermenéutica aristotélica de los musulmanes medievales, a partir de las ambigüedades del propio Aristóteles –que en esto no terminaba de separarse de su maestro Platón– y de las interpretaciones neoplatónicas de los primeros siglos de nuestra era, en Alejandría y en Harrân. Y la cuestión siempre pasó por opciones acerca del estatuto del cuerpo y su papel en el compuesto humano. De allí que recuperar el rol de los sentidos en el conocimiento intelectual, en el pensamiento racional, suponga una toma de posición ontológico-antropológica sobre el cuerpo humano, pero también sobre la estructuración del espacio que se opera  a partir de la corpo-sensorialidad. Hay aquí una punta fecunda para replantear la cuestión de la universalidad situada, que estoy afilando por cierto.

La modernidad eurocéntrica también empobreció nuestra forma de entender al cuerpo y los sentidos. Desde la res extensa de Descartes nos acostumbramos a pensarlo como una máquina, y ya desde antes quizás redujimos los sentidos a sólo cinco: vista, oído, tacto, gusto y olfato. Hace unos años, el filósofo vasco Xavier Zubiri nos recordaba que al menos hay que reconocer once. En el primer volumen de su Inteligencia Sentiente, Zubiri entiende como una sola facultad las potencias del sentir y del inteligir. Según él, la aprehensión primordial de realidad (antes que la intelección de las cosas) nos instala precisamente en la realidad con modos específicamente humanos, pero además modalizados por alguno de los once sentidos que describe, y por ello, modos arraigados en la animalidad –el hombre no es sólo lo que lo diferencia del animal, sino también lo que comparte con él, solía repetir–. Esa modalización es tanto una limitación como una posibilitación. A cada uno de esos sentidos les corresponde un modo de la inteligencia.

Esos sentidos y modos de presentación de la realidad (cómo queda la realidad en el sentido) serían

– La vista, que aprehende la cosa real como algo que está “delante”, ante mí, según su propia configuración, su eidos, su imagen o figura.

– El oído, en el que el sonido nos remite a la cosa sonora: esta “remisión” es lo que Zubiri llama “noticia”, es la presentación notificante de la realidad en el oído.

– El olfato, en el que la realidad se nos presenta aprehendida como rastro, el olfato es el sentido del rastreo.

– El gusto, en el que la cosa está presente como realidad poseída, “de-gustada”, es la realidad como fruible.

– El tacto (contacto y presión), en el que la cosa está presente pero sin eidos ni gusto: es la nuda presentación de la realidad.

– La kinestesia, en la que tengo la realidad como algo “en hacia”, es un modo de presentación direccional.

– También están el calor y el frío que constituyen la presentación primaria de la realidad como temperante.

– El dolor y el placer que sienten la realidad como afectante.

– Y la sensibilidad laberíntica y vestibular nos presentan la realidad como posición, la realidad como algo centrado.

– Finalmente, la cenestesia es un sentir gracias al cual el hombre está en sí mismo, y es el modo de la intimidad.

Respecto de estos modos sensibles de aprehensión de la realidad, Zubiri distingue modos de intelección y de inteligibilidad: videncia, auscultación, fruición, tanteo, rastreo, tensión dinámica, atemperamiento y afeccionamiento, orientación, intimación. ¡Cuánto desperdicio al reducir las posibilidades para entender nuestra apertura a lo real al pensamiento separado del cuerpo! ¡Cuánto prejuicio helenocéntrico al reducir los sentidos vinculados al saber solamente a la vista!

El planteo zubiriano de la inteligencia sentiente en toda su riqueza me lleva a leer de otra manera muchos textos orientales despreciados por las corrientes hegemónicas de la filosofía moderno-occidental, cuando en verdad, hasta el siglo XVIII el comercio de ideas con la India o China y, antes con Egipto, era asunto ordinario. Según la hipótesis de Martin Bernal, la desconexión con las altas culturas orientales y la invención del “milagro griego” como punto de partida absoluto de la filosofía europea fue un operativo político-intelectual destinado a legitimar la superioridad, el racismo y la expansión colonial europea.

Hoy los textos que recuperan o continúan estas antiguas tradiciones orientales circulan entre nosotros en ámbitos vinculados al esoterismo, la autoayuda o a las técnicas de meditación o yoga, aunque desvinculados de su trasfondo cosmovisional, que aparece como no necesario en algunos casos, o en otros se presenta en un eclecticismo poco riguroso para las positivistas mentes occidentales. Pero se los puede leer de otra manera si abrimos nuestro horizonte mental más allá de las miopías moderno-eurocéntricas con la ayuda de los pensadores periféricos y heterodoxos nombrados antes.

Más aún, si hacemos converger los desarrollos occidentales de la microfísica que nos enseñó a entender a la realidad como energía.

¿Qué otra cosa son los chakras si no nudos energéticos de un sistema unitario y abierto, que regulan funciones y acciones desde su ubicación en distintos plexos neuro-musculares, glandulares y orgánicos? Que además estructuran nuestra experiencia coropóreo-anímica en distintos planos y proyecciones, de manera que –si nos atenemos a esta forma de entender nuestro cuerpo– habría que revisar lo que decíamos de cómo el aislamiento afecta nuestra relación con los demás. Pues -insisto, si aceptamos esta explicación que tiene desarrollos milenarios y múltiples–, no es sólo nuestro cuerpo físico (vinculado al chackra raíz, rojo, de la tierra) el que resulta afectado, sino también “otros cuerpos”, o mejor otras experiencias corpóreas vinculadas a otros chakras en tanto diversas condensaciones de energía, resultarían afectados por el distanciamiento social de la cuarentena. Lo que tendríamos que indagar es por los modos de esas afectaciones, que no se reducen a la falta de un abrazo o de un apretón de manos, sino fundamentalmente a la distinta circulación de energía entre nosotros y a la distinta configuración de los espacios interpersonales.

También otras formaciones discursivas que abonan el surgimiento de una nueva episteme en torno al modelo de la comunicación y la información, vienen en nuestra ayuda para pensar el futuro de nuestros modos de habitar. En los exhaustivos análisis de Pablo Manolo Rodríguez encontramos numerosas pistas para repensar el hábitat post-cuarentena. Por lo pronto, se destacan: la psicología sistémica, la proxémica, la kinésica y el interaccionismo simbólico como enfoques que, desde la psicología, la antropología, la fonología y la sociología, vienen a ampliar nuestra mirada respecto de las complejidades de una comunicación en espacios re-estructurados en función de (evitar) un virus.

Pues no nos comunicamos solamente con palabras. También están los gestos, las distancias y las cercanías, las aproximaciones y los alejamientos, los símbolos y las estructuras relacionales, la interacción en lo cotidiano como teatro. ¿Qué de todo eso se modificará? ¿Cuánto? ¿Qué pasará con el rostro y los mínimos movimientos musculares de su gestualidad, ahora oculto tras un barbijo? ¿Interpretaremos de igual manera las miradas, abstraídas del marco total de un rostro? ¿Qué dimensiones tendrán nuestros teatros de interacción? ¿Cómo se reconfigurarán por la comunicación digital?

Santiago del Estero, Junio de 2020.

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