Coronavirus: negro sobre blanco

Por Roberto Doberti.

La respuesta de los gobiernos frente a la interpelación ineludible del coronavirus tiene dos alternativas claras y bien distanciadas. Por cierto, hay como siempre actitudes intermedias; sin embargo, ellas se van haciendo cada vez menos sostenibles.

Una de las respuestas es la asumida por el gobierno argentino que privilegia el cuidado de la salud por sobre toda otra consideración. Argentina no está sola en esto y hasta diversos gobiernos que inicialmente se oponían han girado, a veces abruptamente. 

La otra alternativa, claramente opuesta, es aquella que privilegia la continuidad de la actividad, especialmente la económica. El gobierno central de Brasil es quizás el más preciso en esta orientación.

Se sostiene, explícita o implícitamente, que la enfermedad en la mayoría de los casos se cura e incluso que no excede en gravedad a una gripe o resfrío de los que estamos acostumbrados a soportar. Asimismo, se proclama que si se deja correr la enfermedad ella tendería a desaparecer o disminuir drásticamente porque la mayoría ya estaría inmunizada por haberla padecido.

Sobrevivirían quienes son los “fuertes” y quienes morirían, inevitablemente muchos, son los “débiles”, entendiendo que lo son por edad o por enfermedades o anomalías previas.

Esta postura de continuidad de la vida cotidiana de la sociedad burguesa sin mayores restricciones, conlleva como resultado diezmar a la población. Se justifica pensar que desde ese lugar hay dos razones para no preocuparse o, más precisamente, para promover esa reducción. La primera, la más mezquina pero no desdeñable, es que se eliminaría buena parte de quienes constituyen una “carga” social; habría muchas menos jubilaciones que pagar, menos prestaciones médicas que realizar, menos cuidados personales que son ahora requeridos. El cálculo económico es claro y feroz.

Pero hay otra dimensión, más profunda y perversa. La historia tiene ejemplos de esto. Podemos señalar a la antigua Esparta en donde se deshacían de los niños nacidos con defectos que les impedirían ser buenos soldados, no importando que pudieran llegar a ser eximios poetas, músicos, teóricos, políticos o buenos artesanos.

El otro ejemplo que quiero señalar es mucho más cercano. Se trata del nazismo; los débiles debían ser descartados. Quienes estaban por fuera del standard de perfección que esa ideología estableció fueron demonizados, excluidos o asesinados. Fueron los judíos, los homosexuales, los negros, los gitanos y otros más. 

La “depuración” de los viejos, los enfermos y seguramente los desposeídos, que la postura de privilegiar la continuidad del aparato productivo conlleva es otra forma de la meritocracia y tiene el estigma, la asociación innegable con el nazismo. 

Su contracara, la actitud de la Argentina y de otros países, implica incluir a todos, atender de manera especial a los débiles en todos los sentidos de la palabra. La consigna del proyecto político que llevó a Alberto a la presidencia fue premonitoria: es con todos. Quizás nunca como ahora se percibe la profundidad de sentido de la inclusión sin exclusión alguna.

Buenos Aires, 27 de marzo de 2020 

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